Esta claro que a todos nosotros
la reunión nos hacía una gran ilusión, cómo no nos va a hacer ilusión si hasta nuestros padres estaban entusiasmados, incluso Mariano padre -el padre de Mariano y Elisa- me llamó al móvil para darme la enhorabuena por la feliz idea de organizar este evento. Pero a mi, a la vez de ilusionarme, la reunión me daba miedo y terminó por ponerme nervioso, y es que a quien no le da temor encontrarse con cuarenta y cuatro años a quienes dejó de ver con veinticinco o veintiséis. A algunos los había visto con posterioridad, en mi boda, en la de Nuria y Tiech, en la de María del Mar, en la de José Luis el vasco, pero de eso también hacía mucho tiempo. Por eso, a veces, puse en duda que fuera aconsejable este
reencuentro.
Pero una vez reunido pronto arrojé lejos mis miedos, y, tras unos segundos de turbación,
todo el mundo resultó reconocible. Ni siquiera fue necesario hacer una rectificación de enfoque, ajustando la cara juvenil que uno retenía en la memoria a la del hombre o la mujer maduros que tenía ahora enfrente. De hecho alguno ya ha señalado, en un email del día después, que parecía que
las mujeres habían hecho un pacto con el diablo, pero yo estoy seguro de que el diablo no ha tenido nada que ver en este asunto, y que el culpable fue, en su día, el magnífico ambiente del que disfrutamos en Playamar. Resultaba curioso y gratificante ver y experimentar el
afecto espontáneo con que nos tratábamos todos, con una natural predisposición a abrazarnos, a pasar una mano afectuosa por el brazo (joder, estoy escribiendo esto y se me saltan las lágrimas de la emoción... tengo que dejar de teclear... dadme diez minutos para que pueda seguir). Además, desde la privilegiada posición que me asignasteis en la mesa, pude disfrutar como un enano viendo vuestras sonrisas y efusiva conversación, no necesitaba nada más para estar exultante de felicidad.